El secreto que habita en los templos oceánicos. By: J.Luzard.

                                                            
He creído, desde tiempos remotos a la resurrección humana, las abundantes guerras por el dominio de tierras, que ciertamente, me atrevo a pensar, jamás han sido nuestras. Parte de este conocimiento me fue enfundando por mis ancestros abuelos que, en sus revoluciones, y sus cuentos infantiles, me han llenado la cabeza de conocimientos bastos y profundas revelaciones.

Todo aquello cuanto tengo y cuanto obtuve, apenas si son aproximaciones a las inmensas riquezas que existen bajo la mirada tétrica del hombre. He de escribir, aunque odie hacerlo, que provengo de una familia de clase alta, una clase que a mi parecer, no es más que una unión de hechos y fracción maldita de resultados de una guerra. Los libertadores de nuestra nación, desde sus lugares desiertos que hoy, son historia nuestra; una historia de ignorancia y lealtad, lealtad hacia un secreto que, sin duda aguarda desde lo más recóndito de los huesos, de aquellos libertadores de la patria.

Es cierto, o no lo es. Pues varios avistamientos extraños han sido reportados a lo largo de nuestra historia, y otros, simplemente desechados por el ojo y conocimiento humano. Es allí donde vacilo mi voluntad por perseguir los atavíos y huellas de mis ancestros, ya que, su temple jamás fue la búsqueda, sino la liberación de nuestros huesos, heridos por la aristocracia y la oligarquía. Esta ultima asociación -puesto que para mi no son mas, que un grupo de ideas suscitadas por la necesidad-. Es de la que fuere parte yo y los míos, o, al menos, es así como lo recuerdo.

Mi pasión por el mar, fue infundada por la cadena de linajes de ancestros mercaderes, marinos, guerreros navales y buscadores de tesoros. Este último factor, resulto determinante para mi caprichosa imaginación.

Una historia de mi viejo abuelo, y un extracto de un libro que, “guía”,  a diversos adeptos religiosos, bastó para introducir, tales desvaríos mentales y sueños misteriosos que sometieran mi cuerpo a la majestuosa voluntad de la incertidumbre. Aun, con el rechazo de mi familia para emprender el viaje, cuatro almirantes, que se vieron envueltos en mis cuentos caprichosos y sueños nocturnos, con la promesa de un tesoro y un hallazgo tremendo, se convencieron de tal empresa, logrando apaciguar mi espíritu de navegante. Una foto vieja fue el clavo de hierro, que atravesó la voluntad de mis compañeros, para determinar las condiciones y estrategia de aquel viaje que realizamos, a las veinticuatro horas, treinta y un minutos, del día 11 de julio de 1992, con rumbo al océano, al ancho, basto y profundo océano, en busca de la muerte, si ella representase algún valor monetario para los almirantes.

Atrapado por los sueños, y por los cuentos de mi abuelo, miraba aquella foto, aquella foto que sellaría por siempre el transcurso solitario de mi vida.

Partimos hacia el norte, por el ecuador, desde el puerto, pasando por la cuenca del Orinoco, Venezuela. Emprendimos desde nuestro barco: Galeno. Hacia la anchura del océano pacifico, en busca de libertad –Libertad mental para mí–, más que cualquier tesoro idiota, yo buscaba paz mental, ya que elegía la muerte, antes que el desconocimiento de estas fantasías asombrosas. Por supuesto, que yo les mentí a los almirantes y vicealmirantes, pues mi ideología, por encima de sus algarabías políticas y territoriales, seguía los sucesos descubiertos por mis ancestros y los relatos de un viejo de antaño. Mis pasiones, mientras no flaqueara la voluntad de mis compañeros, arrastrarían sus cuerpos hasta el abismo del fondo del mar, si en ese caso, por supuesto, seria de crucial necesidad.

Mientras nos adentrábamos en lo más lejano de nuestra patria, olvidándola por completo, el mar parecía estremecerse con cierta ascendencia. No sé si era el único consciente de este suceso, solo que, desde nuestra partida, acalle mi boca para dejar en libertad, los más profundos y silenciosos pensamientos, que aguardé con furia, en las páginas de mi diario. Mis provisiones, aunque limitativas para los ojos de mis almirantes; puesto que no dejaban de preguntarme, porque no olvidaba mi viejo diario, y me aventuraba a las imaginaciones materialistas de riqueza y tierra. A mi entender, todo aquello era vago y superfluo.

En el cuarto día de nuestra expedición, un poderoso rayo estremeció los vientos, y un destello enorme sacudió las colinas y montañas que se divisaban desde la nada. El Galeno, estaba siendo arrastrado por las aguas salvajes, y luchábamos, contra una fuerza que jamás entenderíamos. Llovió y retumbo toda la noche. Mis almirantes, incautados por los miedos nocturnos, comenzaron a preguntarse si valdría la pena arriesgar sus cuerpos por una riqueza, que parecía estar muy lejos de los sueños humanos.

Pero mi voluntad no desaparecía, aunque tuviese yo que coger el timón y navegar para siempre, cumpliría con el destino que me fue encomendado. Las noches, se pronunciaron todavía más que la negrura del ancho mar, y cada luna parecía más amenazante que un Galeón cubierto de armamento y hombres asesinos.

En el sexto día, desperté bajo la tormenta, y un sueño acaricio mí ya descontrolada imaginación. Vi, desde lo lejos, a una cobertura que, podría ser cualquiera, la inmensa montaña, con sus ojos vidriosos, que dominasen mi cuerpo con su rojo color, y sus brazos desplegados, como cayendo hacia una gravedad paralela, y un canto; todo de mí se había perdido, y me convirtió, a su voluntad, en todo lo que jamás volvería a ser.  Cuando volví en mí, mis compañeros aun descasaban en la mentira de sus sueños, y yo, me encontrara cubierto de una densidad uniforme, como si acabara de salir de una profundidad oceánica y el agua obligara a mi débil cuerpo a descender hasta el fondo una vez más.

Cierta noche, -Y digo cierta noche porque, desde aquel sueño, comencé a perder la noción o la importancia, de las noches y días transcurridos desde nuestra empresa-. Olvide mi diario en la cabecera, y uno de los almirantes, no sin antes ojearlo en mi ausencia, me lo devolvió recriminándome que los había envuelto en una aventura mental, y que tal viaje no era más que la búsqueda idiota de un mito, una deidad existente solo para los religiosos y los marinos supersticiosos. Tal bestia o Dios, en nuestra era, solo podía ser más que un recuerdo olvidado por ancianos, recalcó, mientras vociferaba mis motivos ante los otros almirantes. Yo me encontraba en paz, pues solo tome mi diario y retome mis meditaciones a través de la tormenta y la luna menguante.

Mis compañeros comenzaron a mirarme de manera prejuiciosa, asquerosa, a mi pensar, puesto que ahora sentía, la mirada maldita, de una ignorancia perpetua que dominaba toda la nación, y todas las naciones del mundo. Puesto que la humanidad, se convence por el concepto de una ingenuidad, esa ignorancia que roza la inocencia, olvidando el desconocimiento, que a mi criterio, no es más, que una enfermedad mental inducida por aquellos que niegan más allá de la existencia de sus malditas vidas.

A la vez que el sol poniente se asomaba, aquella imagen apaciguo a mis amotinados almirantes, y yo seguía en mí puesto de observación escuchando las voces silenciosas que acariciaban mi mis oídos. En ese momento, susurre: ”se acerca una tormenta, y ustedes no volverán a ver el sol”. Aquello había sido todo. Había perdido el respaldo de los almirantes y me habían renombrado como loco. Era todo.
Esa noche, desperté de mi sueño de siempre: un ente, demonio o Dios, venido de las sombras de los tiempos remotos, tiempos jóvenes, tiempos de creación, me obligaba a escuchar su canto y mirarle con detenimiento sus profundos ojos. Acto seguido, desperté con las fuerzas suficientes para completar lo que se me había pedido: matar a mis almirantes y perseguir mis sueños. Desperté a mi primer almirante amotinado. Le lleve a la cubierta para que avistara, al igual que yo, la monstruosa isla con ojos rojos que nos observaba desde el ecuador.

“No logro concebir visión alguna de tu monstruo”, dijo. Pero yo escuchaba siniestro aquella voz ahogada; una voz que no terminaba de llegar a su oclusión, a la superficie, y se atiborraba en la garganta; como un eco metálico, que enardecía, a cuestas, todo mi cuerpo. Y le atice, como pude, con un garrote de hierro que utilizábamos para posicionar con firmeza las cuerdas en las astas. Le ate, con fuerza y le arroje al mar. Esa había sido la petición de la deidad, en mi sueño; en su canto.
El sol asomo su luz, y ya yo no sabía siquiera donde nos encontrábamos, y poco me interesaba saber. Los demás almirantes, terminaron de convencerse, de que, la noche en cuestión, vi al almirante Ferguson arrojándose al vacío desde la proa, pidiendo perdón por sus pecados.

“Debemos volver”, señalo uno de ellos tras dejarse llevar por el miedo a que, el destino de todos se comparecería con la suerte de Ferguson. Y esa hubiera sido la acción siguiente, si yo no hubiera acabado con sus vidas de la misma forma que acabe con la vida de Ferguson.

Venezuela ya no era mi nación, ninguna lo era, pues yo había nacido para emprender la verdad; la verdad que todos llaman ignorancia, y le temen, pues es más grande que el mundo, y es aun tan profundo; profundo como el mar, que encierra, en su negra capa, todas los misterios, que existen, si, existen en los sueños de aquellos que somos elegidos, y yo moriría por saber la verdad.

Una noche, cuando la fiebre recabo las entrañas de lo que quedara de mi cuerpo, seguía sin rumbo, y ciertamente debo decir sin rumbo, porque apenas podía oscilar, por inercia mental, la distancia recorrida desde mi partida. Podría ser, que en cuestión, me encontrara a una latitud, que, lejanamente podría ser entre los 27 grados, latitud sur, sin duda, mi hogar se encontrara en alta mar; a horas nocturnas.

Agotado  y sin recursos, no quedara más que mi temple, viejo y oxidado, puesto que el frio había helado mi sangre. No esperase ni señal, ni de mí, y tampoco de la bestia; sin duda me había olvidado, y me había dejado rondar, completamente solo y abandonado, los confines del mar y del infierno. Me había rendido para siempre en mi búsqueda, y solo aguardaba la muerte.

Recuerdo bien, que debieron transcurrir unas cuatro horas, cuando por fin, lo que mi corazón suplicaba antes de rendirse a las aguas: la gran bestia emitía su llamado, y sin duda, susurraba mi nombre entre los ecos del océano. Un alarido silencioso, como suplicante, estremeció mi corporalidad fría, y como si atrincherado entre los glaciares, la voz resonaba entre el aire y el mar: parecía un metal denso, que rozaba el hielo y se hundía en el mar. La noche se volvió más oscura, la luna, era roja, y el cielo negro: la bestia, el gran Leviatán, asomaba su cuerpo desde lo profundo.

En mi locura, trate de describir lo que había visto y escuchado aquella gran noche, pero cada que intentase garabatear palabras, mi mente entraba en un estado de letargo, y mi cuerpo era febril; como mi motivación para escribir más sobre este asunto. La gran bestia Leviatán, sin duda era ella, y había tomado para sí, mi alma y mi aliento.

No preciso relatar ya nada más sobre el dueño del mar, puesto que ya no siento mis manos, y sin duda, las perderé; el hielo terminara el trabajo de la gran bestia.


El mundo cree en sus guerras, y yo creo en mis sueños. Y, cuando todo termine, cuando la humanidad se canse y envejezca en sus mentiras, cuando la guerra recoja los cuerpos, que no merecen saber quiénes somos en verdad, ellos vendrán a reclamar lo suyo; con la fortaleza de un poderoso trueno; y la majestuosa montaña durmiente, que habita en el fondo, aquella bestia que se vio registrada en la foto de mi abuelo. El mar arropara todo en su paso, y, la bestia Leviatán, gritara al mundo que le pertenecemos.

Arrojare este diario al fondo con revelaciones, que seran teatrales, seguramente, para todas las naciones.


Diario escrito del Almirante Joshua Roa.


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